SÍMBOLOS de
AUTORIDAD y de GLORIA
David
Gooding
En 1 Corintios 11:2-15 el
Espíritu Santo, cuya misión es glorificar al
Señor Jesús, nos habla a través del Apóstol
Pablo acerca de dos de los símbolos
cristianos por los cuales expresamos nuestra obediencia a Dios, nuestra
lealtad
a Cristo y nuestro respeto unos por otros. Es éste un tema
glorioso. Tres veces
en este corto párrafo el Espíritu Santo enardece nuestros
corazones con una
visión de gloria: en el v. 7 habla de la gloria de Dios, otra
vez en el v. 7 de
la gloria del varón, y en el v. 15 de la gloria de la mujer. No
hay otros
símbolos que tengan mayor dignidad y alcance. Las realidades
gloriosas de que
dan testimonio pertenecen a la esfera de la Redención (11:3-6),
a la esfera de
la Creación (11:7-12) y a la esfera de la Naturaleza (11:13-15).
Que
los versículos 3 a 6 tratan de la esfera de la Redención
se ve por
los términos usados al describir la relación existente
entre nuestro Señor
Jesús y Dios. No hablan de su subordinación como Hijo al
Padre en el seno de la
Deidad, ni de la relación entre el Verbo preencarnado y Dios
antes y en el
momento de la Creación. Lo que dicen es que “Dios es la cabeza
de Cristo, el
Mesías” (11:3). Se refieren a Jesucristo como el Ungido del
Señor, el Salvador
del mundo, la Cabeza de la Iglesia y el Soberano de los reyes de la
tierra (Ap.
1:5).
No
es difícil entender por qué el Espíritu Santo da
un lugar de honor
a la esfera de la Redención en este protocolo de gloria. Basta
recordar lo que
costó a nuestro Señor Jesucristo someterse a la autoridad
de Dios para llevar a
cabo la obra de la Redención. Por toda la eternidad Él
había existido en la
misma forma de Dios (y, por supuesto, nunca dejó de serlo), pero
cuando se
comprometió a ser el Mesías y hacer que hombres y mujeres
rebeldes como nosotros
volviéramos de nuevo a una sumisión leal y amante a Dios,
Él tomó forma de
siervo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Este es
el precio
que tuvo que pagar por su voluntaria sumisión a Dios, su Cabeza.
Y
no debemos olvidarnos de la gloria a que Dios le ha exaltado en
respuesta gozosa a su obediencia. Por el contrario, de buena gana
deberíamos
emplear cualquier medio a nuestro alcance para realzar tanto la
obediencia como
la gloria de Aquel a quien debemos nuestra Salvación.
Todo
esto nos introduce al primero de nuestros dos símbolos. Siempre
que los cristianos nos reunimos para ejercer nuestros dones
espirituales, y aun
más al reunirnos oficial y públicamente como iglesia, ha
sido nuestra práctica
(v. 2 literalmente contiene la idea de una costumbre basada en la
enseñanza
transmitida por los Apóstoles desde el principio), que los
varones no se cubran
la cabeza. Esta es la forma instituida por Dios para que los varones
honren su
Cabeza, el Señor Jesucristo (v. 3) y para que proclamen su fe en
que Dios le ha
levantado de entre los muertos y le ha hecho Señor y Cristo
(Hch. 2:36).
Es
evidente que esto nada tiene que ver con las antiguas costumbres
locales. Antiguamente los varones griegos también solían
orar con la cabeza
descubierta, pero es obvio que no por la misma razón que la de
los varones
cristianos. De hecho, un griego inconverso jamás habría
entendido el
significado de la práctica cristiana de no habérselo
explicado los cristianos.
El significado del símbolo tal y como lo usaron los cristianos,
era total y
exclusivamente cristiano.
Y
desde luego nada tiene que ver con la moderna costumbre que tienen
los caballeros de quitarse el sombrero en presencia de las damas. Si
entrásemos
en una sinagoga judía veríamos a todos los hombres con
las cabezas cubiertas. Y
esto no porque no sean caballerosos. Los varones judíos se
cubren la cabeza al
orar para mostrar su reverencia a Dios.
Los
varones cristianos no son menos reverentes, pero Dios les llama a
declarar, con la cabeza descubierta, que Jesús es el
Mesías, el Cristo. También
que, en ausencia de su Cabeza, ellos, como varones cristianos, son sus
representantes oficiales en la tierra.
Este
asunto no carece de importancia. Los judíos consideran una
blasfemia lo que los cristianos proclaman por medio de este
símbolo. Ellos no
aceptan, como tampoco los gentiles inconversos, que Jesús es el
Cristo. Los
cristianos sí que lo aceptamos. Es un hecho esencial y
céntrico de nuestra fe.
Si es importante que simbolicemos la muerte del Señor
Jesús a nuestro favor por
medio del pan y el vino en la Cena del Señor, es igualmente
importante que los
varones creyentes testifiquemos por medio de este otro símbolo
que Él es el
Cristo y la Cabeza. Si un varón cristiano rechaza este
símbolo, e intencionadamente
cubre su cabeza al orar, está afrentando a su Cabeza,
según indica el Espíritu
Santo (11:4). No su propia cabeza física –pues esto no
importaría demasiado–
sino a su Cabeza espiritual, el Señor Jesús. Esto
sí que tiene una enorme
importancia.
Por
lo tanto, una vez que el significado de este símbolo ha sido
entendido, ningún cristiano verdadero necesitará que
nadie le exhorte a no
descuidarlo. Nada importa que el mundo moderno ya no entienda el
significado de
este simbolismo. Los griegos inconversos de la Antigüedad tampoco
lo entendían.
Tuvieron que ser enseñados.
El
segundo símbolo que nos ha sido dado por el Redentor es el
reverso
del primero. Mientras que el varón cristiano debe dejarse la
cabeza
descubierta, la mujer debe cubrírsela. Y esto lo hace en
reconocimiento de que
el varón es su cabeza.
Para
captar el verdadero significado de este símbolo debemos
considerarlo dentro del Contexto completo en que lo coloca el
Espíritu Santo
(v. 3): “quiero que sepáis que Cristo es la Cabeza de todo
varón, y el varón
es la cabeza de la mujer, y Dios la Cabeza de Cristo”.
De
aquí deducimos en seguida cuán importante es el concepto
de
“cabeza” en la esfera de la Redención. Bajo Dios, todos, tanto
hombres como
mujeres, y aun Cristo mismo, tenemos una cabeza. Pero nótese el
orden: antes de
decirle a la mujer que el varón es su cabeza, al varón se
le recuerda que él
también está sujeto a la autoridad de una Cabeza, la cual
es Cristo. Por lo tanto.
el varón no es un autócrata, responsable sólo ante
sí mismo y con libertad de enseñorearse
caprichosamente sobre la mujer. Su propia Cabeza. el Señor
Jesús ha establecido
el modelo y el espíritu con que todo liderazgo ha de ser
ejercido (Lc.
22:24-27). Cuanto más grande es la responsabilidad encomendada a
un hombre, tanto
más ha de servir a aquellos a quienes dirige. Y Cristo
llamará al hombre a
rendir cuentas de cómo desempeñó su liderazgo.
Nótese
también que cuando a la mujer se le dice que el varón es
su
cabeza, el Espíritu Santo inmediatamente añade que Cristo
también tiene una
Cabeza. Si no fuera por esto, la mujer podría pensar que es
injusto tener que
aceptar al varón como su cabeza. Después de todo, en su
naturaleza esencial,
ella es igual al hombre habiendo ambos sido hechos a la imagen de Dios.
¿Por qué,
pues, ha de aceptar al varón como su cabeza? ¿Por
qué no puede tener igualdad
con el varón? Es aquí donde el Espíritu Santo
remarca, con inmensa gracia y
discreción, que Cristo mismo se ha sometido a tener una Cabeza.
En cuanto a su
naturaleza esencial, Cristo siempre fue –y jamás ha dejado de
ser– igual a
Dios. Pero ¿dónde estaríamos nosotros ahora si
Él hubiera exigido permanecer
igual a Dios, en cuanto a posición y funciones, en vez de
humillarse tomando
forma de siervo y sometiéndose a sí mismo en obediencia a
Dios como su Cabeza? Ahora
bien, algunos eruditos han sugerido que la palabra “cabeza”, en este
contexto, no debe entenderse como si implicase la idea de liderazgo o
autoridad. Argumentan que cuando el v. 3 dice que el varón es la
cabeza de la
mujer, está refiriéndose al hecho que menciona el v. 8
que en la creación, la
mujer fue sacada del hombre, lo cual quiere decir que el hombre es el
“origen”
de la mujer. Sin embargo, es improbable que el v. 3 se refiera a la
Creación.
Su contexto, como hemos visto, es el de la Redención.
Además, si en el v. 3 “cabeza”
significa “origen”, tendríamos que entender la última
frase del versículo
como si dijese “el origen de Cristo es Dios”. Ciertamente esto nos
daría a
entender un concepto muy extraño y anormal. Y tampoco es
necesario. Es mucho
más lógico aceptar que la palabra “cabeza” en el v. 3
lleva consigo el significado
de “autoridad” como ocurre en Efesios 1:22: “...y sometió (Dios)
todas
las cosas bajo sus pies (los de Cristo) y lo dio por Cabeza sobre todas
las cosas a la iglesia”.
Es
aquí, de hecho, donde vemos el más amplio contexto de
todo este
énfasis sobre el asunto de la cabeza (autoridad) en 1 Corintios
11:2-5. Cristo,
como Cabeza sobre todas las cosas tiene el cometido de recobrar aquel
dominio
universal sobre toda la Creación que Dios destinó para el
hombre, pero que Adán
y Eva perdieron por su desobediencia. Cristo lo está recuperando
para que
cuando por fin todas las cosas estén bajo su control, Él
pueda entregar el
reino en completa obediencia a Dios, según nos dice 1 Corintios
15:28.
En
un sentido, Cristo ya ha ganado más que lo que Adán
perdió. El
hombre en Adán fue hecho un poco menor que los ángeles,
pero Cristo está ahora
mismo exaltado sobre todos los ángeles, principados y potestades
(Ef. 1:20-22).
En otro sentido, por supuesto, todavía no vemos que todas las
cosas le hayan
sido sujetas (He. 2:8). La desobediencia, el egoísmo y el
desorden que el
diablo introdujo en nuestro mundo cuando tentó a la mujer por
medio de la serpiente,
y al hombre por medio de la mujer, todavía mantienen a toda la
raza humana en
una abierta rebelión contra Dios, y llena nuestro mundo de
discordias y
nefandas contiendas. Pero si esto es así en el mundo, la
situación en la
iglesia es diferente ¿no es cierto? ¿No nos ha llevado el
Señor a someternos
voluntaria y gozosamente a su gobierno de gracia y a aceptar el
liderazgo y la
autoridad que Él nos designa? Incluso en el mundo del deporte,
los jugadores de
un equipo reconocen la necesidad de tener un capitán y aceptan
el liderazgo
ordenado por los seleccionadores, sin sentirse ofendidos o creerse
inferiores.
¿Lo haremos peor en la iglesia? Seguro que no: porque rechazar
el símbolo de
autoridad que el Señor nos ha ordenado sería, en
realidad, rechazar la misma
autoridad del Señor en este asunto. Será como profesar
que aceptamos el Señorío
de Cristo, pero cuando nos manda ser bautizados, negarnos a ello.
Ya
hemos visto lo serio que sería que un hombre cristiano rechazara
el
simbolismo que a él corresponde (el descubrir su cabeza). Ahora,
que sea el
Espíritu Santo mismo quien nos diga lo afrentoso que
sería que una mujer
cristiana, consciente de lo que hace, rechazara el simbolismo que a
ella
corresponde (11:6). Traería sobre su cabeza (es decir, sobre el
varón cristiano.
no sobre su cabeza física) la misma clase de vergüenza que
una mujer adúltera traería
sobre su esposo.
En
el mundo antiguo tal infidelidad se mostraba públicamente
rapando
el cabello a la mujer. La mujer que rehúsa cubrirse la cabeza,
dice el Espíritu
Santo, es como si estuviese rapada. Es algo verdaderamente horrible.
Seguidamente
el Espíritu Santo nos muestra que los dos símbolos que
venimos considerando apuntan a realidades en la esfera de la
Creación
(11:7-12). Para esto Él nos lleva, no a las costumbres locales
del antiguo
Corinto o a cualquier otro sitio, sino al relato divinamente inspirado
de la
Creación en el libro de Génesis. El primer
capítulo de este libro nos aclara
(1:27-28) que, en cuanto a su naturaleza esencial y su
categoría, tanto el
hombre como la mujer fueron hechos a imagen de Dios. Era el
propósito de Dios
que ambos compartieran el dominio sobre la Creación. Sin
embargo, el capítulo
dos de Génesis (vv. 18-25) explica que en cuanto a las funciones
que iban a
desempeñar, había diferencias significativas entre los
sexos, por designio de
Dios. El hombre fue creado primero y ya había comenzado a
cumplir las tareas
que Dios le había encomendado antes de que la mujer fuera
creada. Además, fue
hecho directamente y no sacado de la mujer. Allí estaba
él solo, recién salido
de la mano de Dios. Y era –nos dice el Espíritu Santo (1 Co.
11:7)– la imagen y
la gloria de Dios, el virrey de Dios en la Creación, investido
con la misma
gloria de Dios como Su representante oficial. En cambio la mujer,
según dice el
Espíritu Santo (11:7-9), es la gloria del varón. Se
refiere al hecho de que Dios
hizo a la mujer a partir del varón y le asignó el papel
de pareja, ayuda y
compañera del hombre, para complementarle en las tareas que Dios
le había
encomendado La mujer, pues, era la gloria del varón del mismo
modo que el varón
era la gloria de Dios. Y el varón experimentó en la mujer
y su función todo el
gozo y el placer que Dios experimentó en el varón y su
función.
Sabemos
muy bien cómo Satanás lo estropeó todo y
disminuyó la gloria
de las funciones de ambos. Pero Cristo, la Simiente de la Mujer, ha
venido para
deshacer las obras del diablo (1 Jn. 3:8). Se nos dice en Efesios 3:10
y 1
Corintios 11:10 que, en la iglesia, se les está mostrando a los
ángeles la
multiforme sabiduría de Dios al ver cómo el hombre y la
mujer son restaurados
para Dios y para sus respectivas funciones, según la
intención original de Dios.
Los
ángeles observan cómo hombres y mujeres, por amor a
Cristo, hacen
uso de los símbolos que indican su reconocimiento del orden que
el Redentor ha
establecido para ellos.
No
cabe duda de que, en lo que se refiere a las condiciones por las
que recibimos la salvación y nuestra gran herencia, no hay
diferencia alguna
entre varón o mujer, judío o griego, esclavo o libre
(Gá. 3:28). Un niño se
salva bajo las mismísimas condiciones que sus padres. Pero en
cuanto a las
funciones, bien sea la familia, bien en la iglesia, el
señorío de Cristo no
elimina la distinción entre varón y mujer, o entre padre
e hijo. “En el Señor”,
el niño cristiano debe obedecer a sus padres (Ef. 6:1) y
más aun siendo
creyente que antes de serlo. “En el Señor”, como apunta 1
Corintios
11:11-12, las distinciones entre los papeles respectivos del hombre y
de la
mujer, así como su complementariedad, no son eliminadas, sino
restauradas de
acuerdo con los propósitos originales del Dios creador. La idea
del “uni-sexo”
no surge de la Redención, como tampoco, por supuesto,
surgió de la Creación.
Finalmente,
el Espíritu Santo nos muestra cómo estos dos
símbolos
concuerdan con los instintos de la Naturaleza (11:13-15). Él
dice que la
Naturaleza nos enseña que a un hombre le es deshonroso dejarse
crecer el
cabello; sin embargo, si una mujer tiene el pelo largo, esto es gloria
para
ella. Nótese que dice “si...”. La Naturaleza no dota a todas las
mujeres por
igual de largo y hermoso. Le ha sido dado como una estola o manto (la
palabra
griega aquí no es la que se traduce por “velo” en los
versículos
anteriores, sino la que se traduce por “vestido” en Hebreos 1:12). Dios
pensaba que concedía a las mujeres un don bello y glorioso al
darles un cabello
largo y hermoso. Es gloria para ellas. Con razón llama la
atención y suscita
admiración.
Pero
no debe ser así en la Presencia de Dios. En Su presencia, la
sensibilidad de la mujer, y mucho más su espiritualidad y amor
por el Salvador,
la llevará a velar su propia gloria, para no distraer la
atención de los demás
hacia Dios mismo. Por demás está decir que la cubierta
más conveniente para
este fin sería un velo y no un sombrero de última moda.
¿Cómo
responderemos, entonces, a la enseñanza del Espíritu
Santo sobre
estos dos símbolos? No podemos argumentar que mientras Dios vea
autenticidad en
nuestros corazones no necesitamos usar símbolos externos. El
mismo argumento daría
al traste con el use de los símbolos de la Cena del Señor
y del Bautismo. Hoy
en día es, evidentemente, más fácil para los
varones cristianos practicar el
simbolismo que les corresponde; pero las modas y las corrientes de
opinión
modernas hacen difícil para las mujeres cristianas practicar el
suyo. El
hacerlo exige de ellas enorme gracia, espiritualidad y valor.
Es
interesante notar que, en Inglaterra, si una mujer es invitada al
palacio para ser recibida por la Reina, normalmente se exige que lleve
sombrero.
Pocas mujeres se niegan a la demanda de la Reina o se avergüenzan
de ser vistas
llevando un sombrero en tales ocasiones.
¿Mostraremos
nosotros menos respeto por los deseos expresos del Rey de
reyes?
DAVID
GOODING
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