«Los que temen a Jehová hablaron cada uno a su
compañero» (Mal 3:16).
«…Confesaba al Señor, y hablaba de Él a
todos los que esperaban la redención» (Lc 2:38).
[Citas conformes a la versión Reina-Valera 1909.]
Eran cuatro peregrinos que tenían un sello común: el
Espíritu Santo. Eran hijos de Dios.
«En el postrer tiempo en que los burladores andan
según sus malvados deseos» (Jud 18); «En los tiempos
peligrosos y malos de los postreros días» (2 Ti 3:1),
tenían la costumbre de reunirse en casa de uno de ellos: el
matrimonio Reguant.
Juan Reguant era empleado de categoría media en un trabajo
burocrático. Hombre de espíritu lúcido,
había sacrificado su progreso profesional por amor de Cristo y
la Asamblea, y había conformado su vida a un trabajo que no
absorbiera sus facultades, porque para él su profesión
estaba condicionada al problema vital cotidiano. Experimentado en su
juventud azarosa por tantas calamidades que circunstancialmente le
alcanzaron, e intuyendo que el mundo estaba abocado al juicio,
«echó mano de la vida eterna, recibiendo el testimonio de
Dios, tocante a su Hijo Jesucristo» (1 Jn 5:11).
En Lidia Serra halló «la mujer virtuosa, que fue su
corona» (Pr 12:4); esposa en la que «halló el bien y
alcanzó la benevolencia de Jehová» (Pr 18:22);
mujer fuerte «en quien su corazón pudo confiarse»
(Pr 31:11). Cual Aquila y Priscila —salvadas las
diferencias— (eso sólo Dios lo sabe), vivieron una vida
de comunión y consagración al Señor y al
servicio de los santos. Cristianos genuinos, habían educado a
sus hijos en el temor del Señor (Pr 22:6), y bendecidos en
esta primordial tarea alcanzaron el gozo de Hechos 16:31, viendo
cómo estos tomaban su lugar en el testimonio, y se alineaban
como compañeros de peregrinación. Maduros de
años y de experiencia, amantes de la hospitalidad, su casa era
como el hogar de Betania, donde el Señor podía
presentarse a toda hora. Todo estaba en orden. La Palabra
tenía para ellos alta estima, y aquellos que habitualmente se
ocupaban al final de la jornada (porque eran todos de aquellos que
«trabajando con reposo comían su pan») en la
hermosura de la patria ansiada y en la gloria del Rey de esta patria,
nunca salían vacíos, habiendo escogido como
María a los pies del Señor, la buena parte.
Ricardo Graells y Pedro Roura eran los otros. El primero rondando
la cuarentena, artesano apreciado, había conocido al
Señor en los albores de su juventud. Vivía consagrado
al servicio del Señor. Soltero —Cristo era su
único amor (1 Co 7:32)—, siempre hallaba una
ocasión de dirigirse a las almas fatigadas, de ofrecer un
tratado y de interesar a quien fuera para la adquisición de
una Biblia. En su ocupación profesional, cuando sus
compañeros eran alcanzados por algunas de las tantas miserias
en que los hombres se ven envueltos, aquel hombre bueno, paciente y
servicial, siempre tenía a punto una palabra sazonada con
sal que daba gracia al oyente. Cuando iba a la compra —pues
él cuidaba de su vida—, era edificante, en este tiempo de
indiferencia y tibiez, ver a Graells poner el fuego de la Palabra de
Dios en las circunstancias de todos y avivar el interés
—tal vez pasajero, eso sí— de muchos que por un
poco de tiempo querían recrearse en la luz. Pero él
siempre sembraba… sembraba…
Roura era un hacendado payés —así
llaman a los campesinos de la tierra catalana—. A Roura «la
hacienda le había crecido mucho». Ya sabemos,
diréis, lo que pudo haberle sucedido. Sí, pudo haberle
pasado lo del hombre rico de Lucas 12; pero no le pasó.
Hacía tiempo que había aprendido a no poner «la
esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios
vivo», y era rico «en buenas obras».
¿Había necesidades? Como buen administrador acudía
presto y de esta forma actuaba, «atesorando para sí buen
fundamento para lo por venir» (1 Ti 6:17-19).
Años atrás Reguant paseaba por el campo con su
esposa y sus hijos, entonces pequeños. Una lluvia
súbita de verano les sorprendió. La masía de
Roura estaba allí y fueron acogidos con la proverbial llaneza
de la gente del campo. Mientras que la lluvia cesaba hablaron de que
algo que parece fútil hace cesar las obras de los hombres (Job
37:6-7), y Reguant, abriendo su Biblia, pidió permiso para
leer unos pasajes. Hecho silencio, leyó todo el
capítulo 37 de Job y el Salmo 104. Todos oyeron con
interés aquellas cosas nuevas y sabias para ellos. Por medio
de un chubasco exterior, Dios empezó a derramar lluvia de
bendición en el corazón de aquellas personas.
Nació una amistad, producto de la admiración que Roura
sintió desde el instante en que Reguant, con la fuerza moral
con que un hombre está impregnado cuando habla de parte de
Dios, abrió su boca. ¿De dónde sacaba aquel
hombre, aún joven, de presencia agradable, pero tan sencillo
de maneras, semejante persuasión que a él, acostumbrado
como estaba al mundo de los negocios y al trato de las gentes, y tan
grabado con el sello de un tradicionalismo a ultranza, le
atraía tan irresistiblemente? El viento de Dios soplaba y al
cabo del tiempo aquel hombre dejó todo el pasado de las
convenciones sociales, y en un medio ambiente sorprendido al
principio y hostil a la postre, siendo «nacido del
Espíritu» (Jn 3:8), «puso su mano en el arado sin
mirar atrás» (Lc 9:62). Su esposa y demás familia
dejaron a Roura solo… con el Señor.
¡Qué vida! ¡Qué luchas! ¡Qué
desesperanzas! Pero Dios tenía a Reguant y a su esposa para
consolar y animar al soldado vacilante, y así fueron
estableciéndose las fuerzas en su corazón; «se
corroboró en fortaleza en su hombre interior» e
«hizo más que vencer por medio del que le
amó». Empleando la paciencia, la mansedumbre y reflejando
en su vida el carácter moral de su Maestro, fue ganando poco a
poco a casi todos los que de una forma u otra estaban bajo la esfera
de su influencia familiar y social, y en aquella casa, a la postre,
hubo fruto para Dios.
Los cuatro peregrinaban en Vilargent, ciudad ni grande ni
pequeña, de la que sus habitantes estaban orgullosos. Bien
equilibrada, como tantas otras ciudades del país, la industria
y la agricultura se repartían el esfuerzo, y el comercio
vivía una época floreciente. Dotada de estamentos
sólidos y respetables, y obras sociales firmemente
establecidas, nada faltaba para que se vanagloriaran de «paz y
seguridad». De vida religiosa bien cuidada, la conciencia
hallaba amplio campo de propia satisfacción.
Unos pocos, sin embargo, discordaban, hablaban de «la ira
venidera», de que «si no se arrepentían, todos
perecerían igualmente», y hasta se atrevían a
decir que «no había justo, ni aun uno». ¡Como
si en este mundo la bondad no existiera! En sus ideas
filosóficas decían que «la justicia de uno
justificaba a los muchos». En fin, cosas peregrinas. Molestaban
la vida tranquila de los ciudadanos; fustigaban la conciencia de los
tales; ponían inquietud y zozobra en el corazón de
muchos; cada palabra de molesta advertencia parecía un clavo
de los que Noé clavaba en los tablones del arca. Entre ellos
se llamaban «hermanos» como si los demás no lo
fueran. En otro tiempo estas personas hubiesen sido desarraigadas de
esta tierra, pues los jefes religiosos de Vilargent no les
tenían simpatía. Pero, ahora, en nuestro mundo
civilizado —y la ciudad era una muestra genuina de la
civilización— la tolerancia, el respeto a las opiniones
ajenas y la convivencia, no hubiesen permitido los errores pasados.
Sí, eran aguijones para los más. Cierto que hablaban de
amor, del amor de un Dios que «disimulaba los tiempos de la
ignorancia de los hombres», pero esto era muy humillante; era
una clase de amor poco menos que incomprensible para un ser racional.
Con todo, «algunos se juntaron con ellos» (Hch 17:34), y
hasta personas conocidas; pero eran una pequeña
minoría. No contaban; podía tolerárseles. La
ciudad y sus estamentos mostraban así una acrisolada
benevolencia.
Pero no todos los ciudadanos opinaban igual en relación con
nuestros amigos. Los había que confesaban abiertamente sentir
simpatía por ellos a causa de su vida sencilla y ordenada, y
por lo diligentes que se mostraban para ayudar a quien fuera, y la
paciencia que tenían para sobrellevar «cualquier
cosa». Algún osado se atrevía a decir: «son
mejores que nosotros», pero a fin de cuentas era la
opinión de algún excéntrico. Hay ideas muy
peregrinas en este mundo. Hay gente que siempre ha de llevar la
contraria. Los aguafiestas, esa es la palabra. Tiene que haber de
todo.
He aquí la escena de actividad de nuestros amigos:
Cristianos ejercitados, sabiendo que el testimonio han de rendirlo
«fuera del real» (He 13:13) y que el cuerpo de Cristo es
una realidad y no tan sólo una doctrina (1 Co 12), conscientes
de que eran miembros en parte, así vivían, creciendo
«en aumento de cuerpo, edificándose en amor» (Ef
4:16).
Pero los años fueron pasando; y los peligros que el
apóstol Pablo advirtiera tuvieron cumplimiento (Hch 20:27-31).
Falta de celo y vigilancia por una parte, y un malentendido amor por
otra, permitieron que «algunos hombres entraran encubiertamente
convirtiendo la gracia de nuestro Dios en disolución»
(Jud 4). Y el mal, haciendo progresos, suscitó a «hombres
corruptos de entendimiento, que tomaban la piedad como fuente de
ganancia» (1 Ti 6:5). Surgieron serios conflictos; los fieles
tuvieron que sufrir en la brecha el oprobio de Cristo, y si
perseveraron fue debido a que, «ayudados del auxilio de
Dios» (Hch 26:22), tuvieron fuerza, y así, comprobando el
estado de ruina que alcanzó al testimonio, se
refugiaron «en Dios y en la Palabra de su gracia» (Hch
20:32); y en casa de Reguant, tienda de peregrino —sobria y
honesta— se reunían para llorar, al igual que
Jeremías, «por el oro oscurecido, por el buen oro
demudado y por las piedras del santuario esparcidas por las
encrucijadas de todas las calles» (Lm 4:1).
Yendo de tránsito y siendo casa conocida, allí los
encontré una noche de tantas, en que mientras «la
nación todavía robaba» o «sus palabras
prevalecían contra Dios» o bien ambas cosas a la vez (Mal
3:9-13), ellos, temerosos de su Señor, «hablaban uno al
otro». Testigo mudo de sus pláticas, tomé buena
nota de lo que oí. No quiero guardar secreto de aquellas
palabras que en el cielo quedaron registradas, pues son para
«los que temen a Jehová y los que piensan en su
nombre» (Mal 3:16).
Helas aquí: habían orado mucho con fervor y
humillación, cual convenía al estado de ruina del
pueblo de Dios. Entre otras cosas, leyeron en primer lugar el
capítulo noveno del profeta Daniel y todos fueron tomados de
un largo y significativo silencio.
—Esto es —dijo al fin Graells—, así es
nuestro estado; a qué fingir o disimular. Nuestro mal es
común a cualquier época de ruina del pueblo de Dios.
—Sí, es cierto —terció Roura—; pero
¿somos todos responsables? O, cuando menos, ¿tenemos todos
el mismo grado de responsabilidad?
—Como pueblo, todos llevamos la misma responsabilidad; somos
un cuerpo, no podemos disociarnos ni de una parte del cuerpo, ni
aún siquiera de un miembro muy pequeño. Se trata del
juicio del pueblo en general.
»Es el gobierno de Dios. Mirad el caso de Josué y
Caleb. Es impresionante. Ellos fueron fieles, pero tuvieron que
sufrir los cuarenta años de peregrinación hasta que
yacieron en el desierto los cuerpos de todos los murmuradores. Claro
está que en la disciplina de Dios sobre su pueblo, no todas
las circunstancias personales son las mismas, pues el Señor es
justo. Existe la responsabilidad personal y ésta se
acentúa cuanto más grande es la ruina, de tal manera
que llega el momento en que, cuando el cuerpo general fracasa, el
Señor se dirige al individuo, animándole a juzgar un
estado que no es compatible con la santidad de Dios. Veamos, si no,
la segunda carta a Timoteo; tomemos los capítulos dos y tres
de Apocalipsis. «Que los padres comieron uvas agraces y los
hijos tuvieron dentera» lo vemos en las Escrituras en cuanto a
pueblo se refiere (Lm 5:7), pero individualmente cada cual
llevará su propia responsabilidad (Jer 31:30). ¿No os
parece así, hermanos?, preguntó Reguant después
de haber respondido la pregunta de Roura.
—Tenemos que aceptarlo —respondió Roura a su
vez—: «Lo insensato de Dios es más sabio que los
hombres» (1 Co 1:25), pero, no sé, yo creo que hay miedo;
miedo de todo y a todo. ¿Cómo hubiesen hecho frente al
conflicto los conductores de otro tiempo? ¿Qué decir de
un Moisés, un Josué, un Jefté, un David, un
Gedeón, un Barac, un Samuel y los otros campeones de la fe,
tal como los describe Hebreos 11? ¿Por qué el
miedo?¿Qué es el miedo? Quisiera saber las causas que lo
producen y si estas causas son legítimas.
—Yo tengo miedo muchas veces, Dios mío,
¿qué pasará ahora? Tan felices que habíamos
sido en otro tiempo… ¡Cuánta armonía,
cuánta paz!, y ahora… —todos miraron a Lidia Serra.
La esposa de Reguant hablaba poco; aquella vez sus breves
observaciones iban acompañadas de serenas lágrimas, de
dignas lágrimas de dolor. Los hermanos callaron conmovidos un
momento—. Es cierto, pero el Señor nos animará.
¿No ha dicho acaso, «no se turbe vuestro corazón ni
tenga miedo»? (Jn 14:27)
—¿Miedo? Todos lo sentimos —era Graells quien
hablaba—; todos los hombres tienen miedo una vez u otra: miedos
diferentes, producidos por diversas causas. Además, a veces es
necesario tener miedo, o mejor dicho, tenemos miedo con razón.
»Ahora bien, analizar lo que es el miedo, sus causas y
origen, etc. …, yo creo que debemos meditar y el Señor
nos responderá. Señor Reguant, hermano, usted
está escuchando, pensativo y serio; las lágrimas
legítimas de su esposa, la pregunta de nuestro hermano Roura,
¿le sugiere algo?
Reguant suspiró…; él era el mayor y sin duda el
más experimentado. Los demás le consideraban. Era un
hombre de vanguardia. El Diablo le hacía pagar cara su
fidelidad al Maestro, pero sabía combatir, y cuando una brecha
se abría en el muro, allí estaba «con toda la
armadura de Dios» (Ef 6:11). ¿Miedo? Sí, él
tenía experiencia también tocante al miedo. Hay tantas
cosas que parecen gravitar a nuestro alrededor… Era un fiel
creyente, pero a veces había olvidado que en el santuario no
se respira ninguna atmósfera de temor, «porque el
perfecto amor lo echa fuera» (1 Jn 4:18).
Sus hermanos, pues, esperaban la explicación sencilla y
clara que casi siempre se recomendaba a la mente y al corazón.
—Los hombres definen el miedo según las diversas
esferas que ocupan —principió—; los juristas se han
ocupado de ello y leyes fueron dictadas. Los religiosos
también y, en sus códigos eclesiásticos admiten
el miedo como eximente o atenuante. Otros dicen que, en moral pura,
el miedo no puede justificar un acto ilícito; pero estas
definiciones y sus remedios no creo que puedan sernos de mucho
provecho.
»A nosotros, hermanos, nos interesa el enfoque de la Palabra
de Dios; ella solucionará nuestro problema. Hombres de Dios
fueron mordidos por este extraño sentimiento, por esta
perturbación angustiosa, por este recelo o aprensión,
pero la causa que produjo en su ánimo semejante estado estriba
siempre en una circunstancia, sea interior o exterior. La primera vez
que oímos hablar de él en la Palabra de Dios es en
Génesis 3:10: Adán dijo: «… tuve miedo».
Hasta entonces este sentimiento nunca se había manifestado y
sin embargo existían las causas que él manifiesta.
Adán estaba desnudo y no se avergonzaba. En la inocencia, su
estado no le reprochaba de pecado, ni Dios se lo imputaba. Fue en la
desobediencia que tuvo conciencia de su desnudez y tuvo miedo de
comparecer ante Dios, por lo cual se escondió. Desde entonces,
ésta ha sido siempre la trayectoria y la conducta del hombre:
esconderse de Dios porque se sabe moralmente desnudo. Tiene miedo y
con razón, porque el conocimiento del bien y del mal capacita
para discernir cuál es el salario de los transgresores.
Reguant hizo una pausa y Roura intervino entonces.
—La obra de Cristo anuló la ruina de la humanidad
caída; una nueva creación ha visto la luz, pues tenemos
noticia y certeza manifiesta de la aparición de nuestro
Salvador Jesucristo, «el cual quitó la muerte y
sacó a la luz la vida y la incorruptibilidad por el
evangelio» (2 Ti 1:10). Él ha anulado el miedo, pues
«ha librado a los que por el temor de la muerte estaban por toda
la vida sujetos a servidumbre» (He 2:15), y en nuestra
experiencia cristiana hemos oído y distinguido la voz de Aquel
que en la adversidad de nuestro fatigoso bogar se ha dirigido a
nosotros con las conocidas palabras de «alentaos, yo soy, no
temáis» (Mr 6:50).
—¡Bendito sea Su Nombre que esto sea así!
—asintieron todos unánimes.
—Sí, Roura —repuso Reguant—; estamos todos
de acuerdo y nos anima el hecho de que Dios nos dé este reposo
para el corazón fatigado; pero has inquirido sobre las causas
y efectos del miedo, y tú mismo has confesado que existe.
Deberíamos simplificar y partir de la base firme de que este
miedo es una realidad que anida muchas veces en el corazón. Su
origen, según se desprende de Génesis, por la
confesión de Adán, se ha puesto de manifiesto a causa
de la desobediencia. La desobediencia y el miedo son, pues,
consustanciales en cierta medida, y cada uno de nosotros lo hemos
experimentado —para vergüenza nuestra hemos de confesarlo.
Pero hay otra naturaleza de miedo que engendra la falta de fe, y otra
la desconfianza —ambas primas hermanas. Éstas son
todavía más comunes entre nosotros. Si
pudiésemos decir como el salmista: «aunque ande en valle
de sombra de muerte, no temeré mal alguno; porque tú
estás conmigo…» (Sal 23). Si pudiésemos
contemplar el horno de fuego calentado siete veces más de lo
que se solía, con la serena confianza y disposición de
corazón de los tres compañeros de Daniel… (Dn
3:16) ¡qué gloria sería dada a nuestro Dios!
»Descendiendo al terreno de nuestras circunstancias, no
podemos negar que amamos nuestra reputación. Ahora bien,
reputación no quiere decir fidelidad, bien que a veces una
cosa sea consecuencia de la otra. Dios permite el conflicto para
manifestar lo profundo de los corazones. El bien y el mal
están ante nosotros; la verdad y la mentira; la luz y las
tinieblas; la justicia y la injusticia; Cristo y Belial, como dice la
Escritura. Hay que tomar partido. No parece difícil,
¿verdad? Pero hay que luchar para no ser esclavizado, "para
vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios".
»Veamos un caso muy patente: Pedro, el apóstol era un
hombre libre en Cristo. Era la voz de sus hermanos al principio,
distinguido por el Señor en tantos y tantos aspectos.
Recibió las llaves del «reino de los cielos»; hizo
uso de ellas amplia y generosamente, impulsado por el amor a Cristo y
el poder del Espíritu Santo, ¡y con qué
resultados! Los doce primeros capítulos de los Hechos, a
excepción del paréntesis tocante al protomártir
Esteban, nos ofrecen materia suficiente para considerar su
personalidad y su ministerio. ¿Quién puede
comparársele en la escena de Hechos 8 al 12? Parece ser que
este hombre había superado el miedo. Cierto; no tenía
miedo. En el libro de los Hechos todo su servicio está
impregnado de una confiada audacia, hija de la fe, y una esperanza
ciega en los propósitos del Señor. Poseía aquel
equilibrio y tranquilidad del creyente que se sabe un instrumento en
las manos del Maestro (veamos, por ejemplo, Hechos 12:6); pero en
Gálatas, según el testimonio del Espíritu Santo
por la pluma de Pablo, le hallamos en distinto estado de
ánimo. ¡Pobre corazón humano!
»Aparentemente no tropezó en una gran piedra, pero su
conducta, en caso de no ser reprimida, hubiese arruinado la obra de
la libertad que el puro evangelio producía en Antioquía
con tanta bendición.
»El osado Pedro, aquel que en Cesarea, en casa del
centurión Cornelio dijo: "Vosotros sabéis que es
abominable a un varón judío juntarse o allegarse a un
extranjero; mas me ha mostrado Dios que a
ningún hombre llamé común o inmundo" (Hch
10:28), en Antioquía se retraía de comer con sus
hermanos en la fe originarios de las naciones "porque
tenía miedo de los que eran de la
circuncisión" (Gá 2:12-14). En un momento de descuido,
su propia reputación entre los cristianos provenientes del
judaísmo (aún no desnudados de muchos prejuicios), tuvo
valor ante sus ojos.
»Hoy —prosiguió Reguant—, las cosas no han
cambiado; todo lo contrario, se han acentuado más. Aunque,
como dice 1 Co 1:26, no abunda el lustre social entre los hermanos,
hay algunos, sin embargo, que según la carne representan algo.
He tenido experiencias personales de hermanos dotados, y opino de
estructura fiel, y que, sin embargo, la reputación o la estima
que tenían de sus personas les impidió ser consecuentes
con la luz que poseían. Es una lástima que esto suceda
entre nosotros, cuando está claro que «Cristo no se
agradó a sí mismo» (Ro 15:3). Hemos experimentado
un poquito lo que es el vituperio de dentro.
No me negaréis, hermanos, que es más doloroso,
mucho más doloroso que el de fuera.
—Sí que es verdad, y esto nos conduce a identificarnos
en alguna medida con los sufrimientos de Cristo. No es preciso
aclarar que no me refiero a los sufrimientos expiatorios, pero
sí, a causa de la justicia —remachó Graells—.
¡Ojalá que nuestras inconsecuencias juzgadas nos
conduzcan a una mayor vigilancia y fidelidad! Por otra parte
—aunque la hora avanza y el tiempo aún cuenta para
nosotros— no quisiera que nos despidiéramos sin
considerar un fenómeno de carácter general del cual
desde que empecé a viajar y visitar los hermanos me di cuenta
por los acusados contrastes de que está matizado.
—No se preocupe el hermano por el tiempo. Yo creo, que por la
gracia de Dios, lo estamos aprovechando. ¿Podríamos estar
ocupados en mejor menester? Es una bendición el que en alguna
medida tengamos la porción del Salmo 133. Yo avisé a mi
esposa que tal vez volvería tarde, pues por lo que veo los
hermanos han olvidado que mañana es día feriado en
Vilargent y no hemos de acudir a las ocupaciones cotidianas —y
al decir esto, Roura esbozó una sonrisa al darse cuenta de que
los demás habían olvidado este extremo.
—Tanto mejor que sea así. Oiremos a Graells; pues es
bien seguro que Dios nos dará por ello alguna
instrucción de provecho —Reguant, al dar su
beneplácito, manifestó una vez más el placer que
le causaba el que sus hermanos en la fe fueran huéspedes
asiduos de su casa.
—El tema —dijo Graells— es doloroso para mí,
y más ahora que me doy cuenta de los resultados
dañinos, perniciosos, contradictorios y poco edificantes. En
un principio lo consideraba algo folklórico. Costumbre,
idiosincrasia, tradiciones —por otra parte bastante
comprensible— pensaba yo. Pero teniendo temor, hice
partícipe de mis observaciones a algún hermano
experimentado. Concordó que el carácter nacional, el
medio ambiente y el aislamiento espiritual influían no poco en
la dispar norma de conducta de los hermanos ante un problema
común. Ya sabéis a qué me refiero. Aunque los
medios de comunicación han llegado a ser tan cómodos
para conocernos e intercambiarnos y aprovechar así esta
coyuntura para edificarnos en el un solo cuerpo, por el un solo
Espíritu (Ef 4:4), para guardar la unidad del Espíritu
en el vínculo de la paz y por medio de los dones dispensados
por el Señor, tomar aumento de cuerpo edificándonos en
amor (Ef 4:15-16), es bien cierto que actualmente se han relajado los
sentimientos de responsabilidad tocante a la unidad del cuerpo.
Existen hechos muy tristes que se han producido y persisten
aún, a consecuencia, o bien de la independencia, o bien por
falta de información, o por contradicción; y que, ni
que decir tiene, por falta de comunión. Árboles
semejantes no pueden producir otros frutos.
—Esto es muy serio, hermanos, muy serio y doloroso a la vez
—dijo Roura—. ¿Estoy entendiendo que lo que se nombra
a sí mismo testimonio está
compuesto por una serie de congregaciones nacionales sin casi
relación práctica entre sí?
—No creo que Graells quiera decir exactamente esto
—intervino Reguant—, pero él está documentado
y además presente y es quien debe esclarecernos.
Dejémosle que prosiga.
—No diré que sea un hecho oficialmente consumado, pero
el germen existe en la práctica. Tengo pruebas, y esto, unido
a una desenfrenada voluntad de elementos dudosos del testimonio, pero
que están dentro del cuerpo del mismo, agudizan la
difícil situación de una verdad doctrinal que, como
siempre, está fracasando en las manos del hombre.
«Nosotros no hemos aprendido así a Cristo» (Ef
4:20). Todas estas cosas son frutos de la carne y de la vieja
naturaleza. Este hombre de ojo simple; sus motivos eran
puros y no entendía ni de diplomacia, ni manejos
políticos, ni de ningún elemento humano
mezclado con los intereses de Cristo. Él sólo
sabía que «la verdad está en Cristo
Jesús» y que «Jesús es la verdad», y
para un creyente así ni el sofisma, ni el profesionalismo, ni
cualquier artificio del error tenían cabida en su
concepción del cristianismo. Para Roura la doctrina era
fácil: El cristianismo es todo lo que
se desprende de Cristo y todo lo que
está genuinamente vinculado a Él.
—No creáis —prosiguió Graells— que
los hermanos fieles estén conformes con este estado de cosas.
Ellos luchan y la fuerza moral que se desprende de la fidelidad es un
freno, pero a veces se ven desbordados. Un problema es neutralizado o
resuelto y otro ocupa su lugar, y esto, unido al creciente mundanismo
y al relajamiento de costumbres, gravita, como una losa de plomo,
sobre los que realmente sienten la verdad del testimonio. Y no digo
esto en son de crítica —el Señor lo sabe—,
pero me permito este desahogo ante los hermanos, con la confianza de
que al estar al corriente de estas cosas, seamos todos
movidos al ejercicio de «no traspasar el término
antiguo» (Pr 22:28) «ni aportillar el vallado» (Ec
10:8), y sobre todo a orar. Es nefasto que tome carta de naturaleza
de clasificar a los hermanos por sus nacionalidades. Decir: los
hermanos ingleses, alemanes, suizos, españoles, americanos,
etc., no es conforme, porque ello lleva aparejado la
aceptación tácita de unas diferencias y contrastes que
dañan a las asambleas. Está probado que las diversas
opiniones (que no concuerdan para bien en ningún caso, esto no
es «la mente de Cristo») provienen entre otras cosas del
carácter nacional, y esto es no haber terminado con el viejo
hombre. Los hermanos tenemos una patria común, y si en esta
tierra nos ha tocado vivir aquí o allá, nacer en este
sitio o en el otro, no debe tener otra influencia que en lo
superficial e intrascendente, pero nunca en lo básico.
¿Es qué las Escrituras tienen un significado distinto en
cada país? Que seamos hermanos que peregrinamos en tal o cual
país está bien, pero que seamos marchamados con el
sello de una nacionalidad determinada, con todo lo que esto tiene de
negativo, es colocarnos al nivel y en el terreno de la historia
profana, y venir a parar en una más de la multitud de
instituciones religiosas que pueblan de confusión el dividido
mundo cristiano.
—Nunca te había visto tan vehemente al hablar de
dificultades —dijo Reguant, dirigiendo una preocupada mirada a
su hermano.
—No soy vehemente, querido Juan; usted me conoce desde hace
años, es que tengo miedo; sí, ahora yo también
tengo miedo de las negras nubes que se ciernen sobre el testimonio.
Existe un peligro real y ojalá los hermanos por doquier lo
vieran, «porque los simples pasan y reciben el daño, mas
el avisado prevé el mal, y se esconde» (Pr 22:3).
—Sí, tengo algún antecedente de estas cosas y
está bien en señalar el peligro; pero tenemos un
refugio seguro: el santuario. Allí ningún mal
puede alcanzarnos. Además —era Reguant quien
hablaba— Dios cuidará de los suyos —qué duda
cabe—, y cuando todo parezca más perdido, Él tiene
sus instrumentos; veamos el caso de Gedeón. Tengo confianza
que aún existen «trescientos hombres que lamen el agua
con la lengua como lame el perro». Ya sé que vivimos
días sombríos, pero en este tiempo el corazón
fiel tiene instrucción para conducirse según la mente
de Dios. Tomemos como ejemplo la segunda epístola a Timoteo,
¿falta algo que no esté previsto de la parte de Dios? Es
cierto que hemos llenado nuestra boca con la palabra
«testimonio», mas yo quisiera saber exactamente
¿qué es lo que Dios piensa de esta posición tan
reivindicada por los hermanos? ¿Responde a una realidad? Si los
hechos deben responder, el panorama es desalentador. Como dijo un
hermano, mientras peregrinaba entre nosotros: «Si fracasamos,
Dios entregará el testimonio en otras manos». Pero
aún me afirmo en la misma confianza: lo que es genuinamente de
Cristo no fracasará. Siempre quedarán reliquias, un
remanente, «una manada pequeña» que responda a los
deseos del corazón del Señor. Unos poquitos que
«alabarán y adorarán al Padre en Espíritu y
en verdad».
—Cuando los promotores de la crisis dejen la máscara y
tomen el carácter de apostasía posicional en toda su
crudeza, los fieles hallarán la senda de la obediencia. Lo que
el Espíritu puede suscitar en esta hora grave no lo sabemos,
pero procuremos por nosotros y no perdamos ánimos.
Directamente tenemos la responsabilidad del lugar en que se
desarrollan nuestras actividades. Esforcémonos, «que no
nos ha dado Dios espíritu de temor, sino de fortaleza y de
amor y de templanza» (2 Ti 1:7).
Así se despidieron aquella noche, animados en medio de la
ruina «por el Dios de toda consolación»; sin hacerse
grandes ilusiones, pero con la confianza de que poderoso es el
Señor para guardar a los que con corazón sincero se
allegan a Él.
Dieron gracias a Dios por medio de una fervorosa oración
que les llenó de paz, y aquellas cuatro personas, tan dispares
en su carácter natural pero tan vinculadas en los intereses de
Cristo, eran un fiel testimonio en su medio ambiente, tanto social
como cristiano.
¿Que casi no hemos oído a Lidia Serra? Es cierto. Pero
os daré mi opinión sobre ella, porque estimo conocerla.
Hermana dotada de una sensibilidad espiritual muy pronunciada,
procuraba no traspasar jamás su medida. Las hermanas
más jóvenes podían testificar que tenían
una madre en ella: «una maestra de honestidad». Pero,
cuando estaba entre hermanos, daba siempre lugar a los varones, y
aunque estos encuentros, como el narrado, tenían lugar en su
domicilio particular y no en el local de la asamblea, prefería
guardar el carácter de subordinación que Dios, para la
mujer, prescribe en la Palabra (1 Ti 2:12). Su valía estribaba
en su acendrada virtud.
No somos nosotros quienes tenemos que juzgar el alcance espiritual
de lo tratado por nuestros cuatro amigos; es Dios quien conoce lo
profundo de los corazones, y Él galardonará justamente.
Tampoco queremos decir que estuvieran exentos de flaquezas; pero
aquí hablamos de su fe, que es lo que edifica. Y en este
combate diario de la fe, pensamos que cada cual ocupaba el lugar que
Dios había escogido para ellos.
¿Son personajes ficticios? ¿Es esto un relato ficticio?
Puede que sí, … pero puede que no. Mas en cualquiera de
ambas vertientes que miremos, no podrá negar el lector que
fuera de desear que, o bien la ficción valiera una realidad, o
bien que la realidad no fuera una ficción.
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© SEDIN 1999
Gracias a José María Capuz y Sonia Alegre por el
trabajo de digitalización de la obra y su primera
corrección.